miércoles

Carisma.

No soy lo que se dice un hombre guapo. Lo cierto es que tengo cara de bobo. No lo hago a propósito, pero a la que me distraigo se me dibuja una sonrisa en el gesto, así, como una media circunferencia relajada, entrecomillada por dos simpáticas orejas. No es que sea un monstruo, ya me conocen, pero estarán de acuerdo conmigo en que en un concurso de belleza no pasaría de la primera ronda.

Lo que sí tengo es carisma. No me pregunten qué es eso, porque no lo sé. Pero todos me dicen: “tú tienes carisma”. Y por lo visto, el mundo está escaso de bendiciones como la mía. Me miro en el espejo y, la verdad, no veo carisma por ningún lado. Están las gafas, mi par de orejas y si no me concentro, mi sonrisa relajada. Nada más. Pero tiene que haber algo más. Me explico...

Una noche salimos de fiesta. Fuimos a esa discoteca del centro en la que ponen siempre las mismas canciones y a la que van las chicas guapas de la ciudad. John intentó liarse con todas y recibió tantas negativas como propuestas hizo. Peter negó hasta tres veces que estaba borracho. Después cayó fulminado. Yo estaba aburrido, porque no sé bailar y me quedé en la barra toda la noche. Hasta que pasadas las 3 de la madrugada se me acercó un ángel que se llamaba Elisabeth.

- ¿Qué haces?

En ese momento estaba contando cuántas burbujas cabrían en una botella de coca-cola, pero me pareció que no entendería que estuviera pensando en eso, así que no le contesté y traté de concentrarme en no dejar caer mi sonrisa relajada.

- ¿Contando burbujas?

Me sorprendió que me preguntara justamente eso y al distraerme se me escapó la inevitable sonrisa. Lo que sucedió después contribuyó a que tuviera más carisma aún, porque la angelical Elisabeth me agarró por la cintura y se convirtió en una diabólica máquina de dar besos.

En otra ocasión fuimos a ver una lluvia de estrellas. Éramos más de cien personas acampadas en lo alto de la montaña. John no pidió ningún deseo a las estrellas, porque estaba ocupado pidiéndoselo a todas las mujeres que encontró por allí. Pero las mujeres resultaron ser más fugaces que los astros. Peter sólo vio caer una estrella y le reclamó una noche perfecta. Concedido: dos minutos más tarde, roncaba a mi lado. Yo estaba pensando... ¿a quién pedirían sus deseos las estrellas fugaces? Y debí poner cara de bobo, porque en ese momento un sol llamado Mariah me pidió si me importaba compartir saco de dormir con ella.

En la discoteca, en la montaña, en la oficina, por la calle... Siempre la misma historia. Apenas sonrío, una mujer se acerca a mí. Y no importa que mi nombre sea ridículo: mi padre quiso llamarme Bill. Da igual que mi apellido sea Gates y que sea el propietario de Microsoft. Lo único importante es que yo, inexplicablemente, tengo carisma.

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